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Cuba Latino

La epopeya del 68

La epopeya del 68

Si José de la Luz y Caballero, José Antonio Saco y Félix Varela tuvieron el mérito de pensar Cuba, Carlos Manuel de Céspedes y sus legionarios asumieron la gloria de comenzar a edificarla. El 10 de octubre, hace ciento cuarenta y dos años, la nación cubana inició su gran bostezo existencial.
El ingenio La Demajagua cuya catalina prevalece como mudo testigo, se tornó escenario para fraguar la entidad física y espiritual donde confluyen tierra, cielo, mar, gente y cultura, sintetizado todo en lo que hoy definimos como Patria. Desde hacía décadas se forjaba la esencia nacional cubana, proceso que logró su acabado definitivo y definitorio con el pensamiento y la acción de José Martí. Si Céspedes, Figueredo, Agramonte y muchos más patriotas emprendieron la forja de Cuba, Martí fue el pulidor de las asperezas e imperfecciones que lastraban la idea de cómo debía ser la naciente República. Diez años de beligerancia con sus avatares evidenciaron desde el inicio serias contradicciones en la táctica y la estrategia de lucha.
Viejos regionalismos, la tímida incorporación a la lucha del occidente de la Isla, en buen grado por motivaciones económicas, y el litigio por la primacía entre el poder civil y el militar, concluyeron por coartar temporalmente el propósito independentista; realidad esta entendida por José Martí años más tarde, y a la que él mismo tuvo que enfrentarse para con su dote de líder y estratega superar los escollos que dividían a los viejos jefes de la guerra del 68 incorporados a la del 95. Tarea difícil para el Apóstol, y mal que se mantuvo mucho tiempo al manifestarse en las guerras intestinas del primer periodo republicano.
Los grandes males que nos llegaron de afuera penetraron por la fragilidad de adentro. Las fuerzas vivas de la independencia tuvieron que esforzarse mucho en ponerse de acuerdo, y no pocas de sus concertaciones fueron asumidas únicamente como opciones tácticas de carácter temporal. Tal era la fragilidad, al extremo de no ser capaces de impedir el reemplazo de una forma de dependencia externa por otra, tan explícita como tutelar y humillante.
La Revolución del 33, acaecida sesenta y cinco años después de La Demajagua y treinta y cinco posteriores al Grito de Baire en 1898, fue una nueva carga cívica independentista y revolucionaria para el rescate de los ideales y propósitos iniciados por Céspedes y completados por Martí años más tarde. Su conculcación fue el saldo frustrante que hundió a la nación en la apatía y el desencanto, sólo superados a partir del Asalto al Moncada en 1953 cuando se reabrieron las puertas de la esperanza en un país hastiado por el fraude y la demagogia.   
El balance de 1868 indica que aquella primera etapa por la independencia, gloriosa, cierto, se interrumpió por sus propias contradicciones. Diez años después, cuando ya hacía tiempo que Céspedes había sido destituido por su propia gente, abandonado y muerto en un combate frontal contra hordas colonialistas, hubo de alzarse viril Antonio Maceo para proclamar la continuidad de la guerra. El llamado Pacto o Paz del Zanjón fue en verdad una tregua para que las fuerzas de la libertad se reagruparan y más tarde proseguir su empeño.
Más allá de sus contradicciones, desaciertos estratégicos y divisiones internas La Demajagua fue nuestro primer clamor. Fue gracias a ese gran inicio que diez días después se entonaron por primera vez las notas de nuestro Himno Nacional.
A Céspedes, Padre de la Patria, se le recuerda con veneración. Su muerte, las contradicciones y desaciertos no significaron la orfandad de nuestra causa. Las experiencias y reveses nos hicieron adquirir, poco a poco y a fuerza de sangre y lágrimas, mayoría de edad. Tras una lógica e inevitable adolescencia política, supimos erguirnos finalmente en 1959 como nación plenamente soberana.

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