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Cuba Latino

Pensando en letra de molde

Edificar el Amor

Edificar el Amor

Otro 14 de febrero que con alegría se le dedica al “Día del Amor y la Amistad”, título más exacto que el añejo “Día de los Enamorados” porque su más actual denominación define un sentimiento universal no restringido al amor en la pareja, sino a ese amor que al decir de Pascal: “es la fuerza que mueve la Tierra”.

Cierto también que, en temas de amor, el corazón tiene razones que la razón desconoce, lo que explica esa simpatía amorosa innata, involuntaria y casi misteriosa que nos provocan ciertas personas, paisajes y hasta animales, plantas y obras del ingenio creativo humano.

Todavía me parece difícil que alguien tenga explicación para esos sentimientos que, apenas sin caer en la cuenta de que están ahí, nos empujan hacia alguien o algo de modo apasionado mediante una entrega despojada del menor interés utilitario.

Existen tantas manifestaciones de amor como formas de amar: a Dios, al universo, a todo lo creado, a la humanidad, a un ideal humanístico o patriótico, a una causa que entrañe en su consecución el bien común, a la persona a cuyo lado desearíamos compartir nuestra vida con todos sus altibajos y venturas.

Esas manifestaciones de amor explican las actitudes de los grandes amantes de la historia, en el más amplio y legítimo sentido del término, esos que han sido y son capaces de consagrar sus vidas a un proyecto o ideal que nada espera a cambio y, en innumerables ocasiones, se les retribuye con indiferencia, la crítica, el olvido o la insuficiente gratitud.

Muy en boga se ha puesto en el mundo la expresión “hacer el amor”, que aduce a la relación íntima y profunda de pareja que no en todos los casos significa entrega mutua y afecto sincero, sino el desahogo de un impulso plenamente biológico o pasional. ¡Cuán bien haría a la Humanidad una rectificación de tal concepto!

¿Será acaso “hacer el amor” una relación violenta, obligada y a veces hasta coercitiva de una unión que una de las partes no desea o no entiende y para la cual no está debidamente preparada? Incluso, ¿es “hacer el amor” unirse carnalmente en una relación de carácter netamente egoísta, de autosatisfacción y mero “gusto por el placer”? ¿Será, tal vez, una relación carnal basada en el engaño o la mentira?

Considero plenamente que la unión física íntima de dos personas es o debiera ser la expresión del amor sincero, liberado de tabúes y prejuicios y estar por encima de todo reflejo y manifestación suprema y “superior” de un sentimiento edificado sobre la base del respeto y del bien común.

Apelo a nuestro hermano mayor José Martí cuando escribió: “Amor es delicadeza, esperanza fina, merecimiento y respeto”. Exacta definición porque lamentablemente existen cosas a las se les llama “amor” y carecen de la necesaria delicadeza, el respeto y la fina esperanza, como los llamados amores inmerecidos.

Inspirándome en esa máxima del Apóstol confío en que algún día el mundo acepte que el amor desinteresado y despojado del hedonismo egoísta; el amor donde el placer exprese la plenitud de la entrega mutua y se despoje de los fetichismos que “cosifican” a la otra o al otro, se manifiesten como expresión plena de aquello que como la planta se siembra y se riega día tras día sin importar los sacrificios, y que un día hace brotar la flor que poco después da los mejores frutos: ese amor se construye y edifica a diario andando juntos en un “nosotros” el sendero hermoso de la vida.

La epopeya del 68

La epopeya del 68

Si José de la Luz y Caballero, José Antonio Saco y Félix Varela tuvieron el mérito de pensar Cuba, Carlos Manuel de Céspedes y sus legionarios asumieron la gloria de comenzar a edificarla. El 10 de octubre, hace ciento cuarenta y dos años, la nación cubana inició su gran bostezo existencial.
El ingenio La Demajagua cuya catalina prevalece como mudo testigo, se tornó escenario para fraguar la entidad física y espiritual donde confluyen tierra, cielo, mar, gente y cultura, sintetizado todo en lo que hoy definimos como Patria. Desde hacía décadas se forjaba la esencia nacional cubana, proceso que logró su acabado definitivo y definitorio con el pensamiento y la acción de José Martí. Si Céspedes, Figueredo, Agramonte y muchos más patriotas emprendieron la forja de Cuba, Martí fue el pulidor de las asperezas e imperfecciones que lastraban la idea de cómo debía ser la naciente República. Diez años de beligerancia con sus avatares evidenciaron desde el inicio serias contradicciones en la táctica y la estrategia de lucha.
Viejos regionalismos, la tímida incorporación a la lucha del occidente de la Isla, en buen grado por motivaciones económicas, y el litigio por la primacía entre el poder civil y el militar, concluyeron por coartar temporalmente el propósito independentista; realidad esta entendida por José Martí años más tarde, y a la que él mismo tuvo que enfrentarse para con su dote de líder y estratega superar los escollos que dividían a los viejos jefes de la guerra del 68 incorporados a la del 95. Tarea difícil para el Apóstol, y mal que se mantuvo mucho tiempo al manifestarse en las guerras intestinas del primer periodo republicano.
Los grandes males que nos llegaron de afuera penetraron por la fragilidad de adentro. Las fuerzas vivas de la independencia tuvieron que esforzarse mucho en ponerse de acuerdo, y no pocas de sus concertaciones fueron asumidas únicamente como opciones tácticas de carácter temporal. Tal era la fragilidad, al extremo de no ser capaces de impedir el reemplazo de una forma de dependencia externa por otra, tan explícita como tutelar y humillante.
La Revolución del 33, acaecida sesenta y cinco años después de La Demajagua y treinta y cinco posteriores al Grito de Baire en 1898, fue una nueva carga cívica independentista y revolucionaria para el rescate de los ideales y propósitos iniciados por Céspedes y completados por Martí años más tarde. Su conculcación fue el saldo frustrante que hundió a la nación en la apatía y el desencanto, sólo superados a partir del Asalto al Moncada en 1953 cuando se reabrieron las puertas de la esperanza en un país hastiado por el fraude y la demagogia.   
El balance de 1868 indica que aquella primera etapa por la independencia, gloriosa, cierto, se interrumpió por sus propias contradicciones. Diez años después, cuando ya hacía tiempo que Céspedes había sido destituido por su propia gente, abandonado y muerto en un combate frontal contra hordas colonialistas, hubo de alzarse viril Antonio Maceo para proclamar la continuidad de la guerra. El llamado Pacto o Paz del Zanjón fue en verdad una tregua para que las fuerzas de la libertad se reagruparan y más tarde proseguir su empeño.
Más allá de sus contradicciones, desaciertos estratégicos y divisiones internas La Demajagua fue nuestro primer clamor. Fue gracias a ese gran inicio que diez días después se entonaron por primera vez las notas de nuestro Himno Nacional.
A Céspedes, Padre de la Patria, se le recuerda con veneración. Su muerte, las contradicciones y desaciertos no significaron la orfandad de nuestra causa. Las experiencias y reveses nos hicieron adquirir, poco a poco y a fuerza de sangre y lágrimas, mayoría de edad. Tras una lógica e inevitable adolescencia política, supimos erguirnos finalmente en 1959 como nación plenamente soberana.

Fenomenología de la Comunicación

Fenomenología de la Comunicación

Hoy se comenta y estudia acerca de la comunicación organizacional, entendida esta como el proceso que tiene lugar dentro de las instituciones por factores grupales que, a su vez, elaboran un proyecto comunicativo ¿unitario? que identifica a las organizaciones a las cuales responden. La profundización en las premisas que accionan esos mecanismos resulta de envergadura para la formulación de tácticas y estrategias en el terreno, pero un análisis científico bien a fondo, reclama también el estudio de los entes que reciben, procesan y reelaboran las informaciones individualmente y luego las proyectan como un nuevo producto.
En la comunicación – sea interpersonal o a través de los canales tecnológicos – la información es su materia prima. Un individuo comunica a los demás “su” información, quienes, a su vez, también comunican a otros “sus” propias informaciones que, aunque tal vez parecidas, no son necesariamente iguales a las que les dieron origen. Pudiéramos entender la comunicación como el intercambio, traspaso, simbiosis e hibridación de productos comunicativos de índole diversa, los cuales se entrelazan y dan como resultado otros más en una reproducción geométrica.
La comunicación en su aspecto visible se estudia desde hace mucho, pero considero que para una mayor efectividad esta ciencia requiere la incorporación más comprometida de otras disciplinas. Esta ciencia reclama desde análisis estadístico-matemáticos de comportamientos hasta valoraciones históricas, sociológicas y antropológicas. ¿Por qué no también biológicas? Intentaré explicarme.
El hecho fenomenológico de la comunicación se fundamenta en su dialéctica interna. Cada individuo posee una personalidad, la cual se rige por patrones predeterminados por la educación, creencias, prejuicios, estereotipos, tradición y costumbres y experiencias que se remontan al vientre materno. Elementos similares no diseñan personalidades idénticas. Se requiere, entonces, del estudio antropológico en toda su extensión para concluir cuáles son los condicionamientos que más peso ejercen en la formación de la personalidad. A partir de ahí pudiera explicarse cuáles productos comunicacionales (entendido como información facturada de un modo determinado) son los que empatizan mejor con cada individuo o grupo de ellos.
Un proceso evidente – y a tomar muy en serio – es la intracomunicación, no vista solamente como el desarrollo de la comunicación interna grupal, sino a escala personal en el ámbito de la psique y la bioquímica. Toda la información que emite y recibe cada individuo pasa por los filtros de la percepción sensorial y, a partir de condicionamientos propios y únicos, se reelabora y transmite a quienes le circundan.
El cuerpo humano concebido holísticamente, es decir, como un todo, se comporta como sistema de sistemas. Hay una interdependencia entre los órganos, lo mismo que a nivel celular y atómico. Las materias primas que mantienen las funciones vitales – cantidad, calidad y variedad de las mismas, desde el aspecto nutricional y la composición química – son condicionantes, en cierto modo, de los procesos de intelección y reelaboración de la información. Entre células, tejidos y órganos tiene lugar un intercambio fluido y constante de información, hay un indiscutible fenómeno intracomunicacional.
El oído humano recibe un estímulo. La cantidad y calidad de las sinapsis se encargan de enviar la información al cerebro el cual, a su vez, devuelve otra información de respuesta al individuo como un todo, quien reacciona – y también acciona – ante cada estímulo. Existe una relación interior a escala microscópica capaz de formular respuestas y acciones. Todo el proceso interno condiciona las acciones proactivas como las reactivas del ser viviente.
Considero que la comunicación es un fenómeno que comienza a nivel celular y se manifiesta holísticamente. La comunicación grupal no sería entonces otra cosa que el intercambio de informaciones elaboradas desde el nivel microscópico hasta la formación biológica altamente organizada, cuyo punto de consumación radica en la parte consciente del cerebro. En palabras más profanas, lo microscópico “sazona” el plato fuerte que es el producto comunicativo.
Parecería mucho escribir, pero lo único que humildemente puedo alegar es que todavía resta mucho por andar en el estudio de esta ciencia. Quizás un día, tarde o temprano, la constitución celular y el factor genético (ADN) den respuesta a los comportamientos contradictorios; a las reacciones antagónicas e inesperadas; a las paradojas del comportamiento de individuos, grupos y comunidades sin que ello pretenda, por principios éticos, manipular esa fenomenología. En muchos casos, aunque programado inconscientemente, el individuo piensa y siente que actúa y decide por sí mismo; son, en cambio, factores de su estructura corporal no inteligente los encargados, en parte, de condicionar sus respuestas.
Factores todos de importancia y a tener en consideración para elaborar informaciones, como productos comunicacionales más efectivos.

Aprendices de todo

Aprendices de todo

Así titulé este comentario al recordar de muchacho el viejo refrán aquel que reza: “aprendiz de todo: maestro de nada”. Era usual aplicárselo a quienes empezaban a estudiar una especialidad y luego la dejaban para comenzar otra, y así sucesivamente. En fin, esos “eternos” estudiantes que después de muchos años calentando pupitres en incontables aulas, jamás asistían al banquete del acto de graduación. Algunos casi, pero otros no alcanzaban ni al tiempo de la merienda.
Lo anterior me invitó a reflexionar, pues valiéndome de que todo es relativo, llego a la conclusión de que ser “aprendiz de todo” es hasta cierto punto bueno aunque, en el decir antiguo, pudiera no serlo en absoluto. Todo esto depende de a quiénes y por qué se les aplica el término.  
Si nuestros antepasados más cercanos hubiesen alcanzado conocer los ordenadores y sus posibilidades; los fenómenos naturales que se manifiestan uno tras otro con incidencia casi vertiginosa; los avances en materia de electrónica, salud y los infinitos campos del saber, entonces hubieran entendido de que, en cierta medida todos y cada uno de los seres que habitamos este mundo que va tan deprisa, necesitamos ser “aprendices de todo”. Si esto es cierto y demostrable para cualquier persona de la contemporaneidad, ¿qué decir para los hombres y mujeres cuya profesión consiste en informar, comunicar, ilustrar y orientar acerca de las realidades nuevas y mutantes que nos circundan?
Lo que ayer fue azul, amarillo o de ambos colores, hoy es verde o rojo. A veces todo cambia de un modo tan caprichoso - ¡increíble! – que las realidades dejan atrás a la lógica y el academicismo. Generalmente la mejor manera de ser consecuentes y fieles a un concepto en una nueva época, significa hacer las cosas de manera distinta. Si se opta por la rigidez, buena parte de lo que se procura sostener se desharía como el puñado de sal en el agua. Aprendamos de los huracanes: ¿por qué los árboles más robustos se quiebran y las ramas débiles se mantiene incólumes? ¿Cómo es que a veces los organismos dotados de más inmunidad biológica perecen, por su propia reacción defensiva ante un virus o bacteria, y en cambio organismos menos protegidos sobreviven al embate de las enfermedades? ¡Todo eso tan dialéctico!
Quienes leen se preguntarán a qué viene tanta retórica, si es que alguien califica así lo ya escrito. En primer lugar porque, ante todo, para plantear un punto de vista prefiero primero sustentarlo con algún elemento a mi alcance que lo avale. “Aprendiz de todo” resulta tanto como necesario en nuestro tiempo, imprescindible para nosotros que un día tras otro, mediante el ejercicio de la palabra por micrófonos, imágenes, prensa escrita y la Internet cumplimos la responsable tarea de informar y orientar a decenas de miles de personas en todos los ámbitos de la vida cotidiana y de la actualidad local, nacional, mundial y universal.  
¿Cómo, si no es siendo “aprendices de todo”, pudiéramos dar la visión más exacta posible de lo que cada día nos sorprende? ¿De qué forma puede dejarse en radioyentes, televidentes, lectores y cibernautas la más clara idea de un hecho si quien los da a conocer ni él mismo (o ella misma) conoce de su naturaleza, causas y posibles consecuencias? ¿No se parece eso al simple “corta y pega” que como marabú pretende infestar las abandonadas tierras de algún que otro intelecto?
El ejercicio responsable del periodismo y la información en los llamados medios de comunicación de masas transita, inexorablemente, por un compromiso continuo de autosuperación. No es que seamos especialistas en desastres naturales, medioambiente, ciencias agropecuarias, literatura o artes plásticas. Sí es que estemos identificados con esas y otras ramas del quehacer humano, cayendo en la cuenta de que cinco años en un aula de estudios superiores o cuarenta títulos colgados en la pared - ¡bellos adornos! – nada dicen si tras ellos no existen un compromiso y un quehacer de continua superación “día a día”, en la forja de una obra que no se talla dentro de una torre de marfil, sino en esa fragua impredecible, sorprendente y relativamente breve que es la vida, el hoy, aquí, ahora.
Los periodistas, radialistas, informadores, comunicadores, como queramos llamarnos, no podemos dejar de leer cada mañana la prensa para saber cómo amaneció el mundo que nos rodea; sería inaceptable perdonarnos no escuchar en la parada del ómnibus lo que opinan todos los que están cerca de nosotros, aún de lo que pudiera parecernos el asunto más trivial; sería como para ponernos frente al espejo y decirnos “cuatro cosas” cada vez que pasa un mes sin que hayamos leído un buen libro, o un solo día sin haber profundizado en la lectura de un artículo o estudio especializado.
Qué mal se oyen o se ven esos entrevistadores de “muy bien”, “qué bien”, “ah, sí”, “mire para eso”, “qué lindo”. Por suerte no abundan, ¡ni deben abundar! Los profesionales de radio, televisión y prensa somos gente de nuestro tiempo y tenemos un compromiso con la sociedad para informarla y orientarla en todas las ramas del saber, y para eso necesitamos ser “aprendices de todo”. ¡Hay que aprender de todo y de todos! Ese día que nos damos cuenta de que algo desconocemos, enseguida agenciarnos los medios y aprenderlo. Si no tuviéramos la fuerza de voluntad para lograrlo, podemos decir que ese fue un día perdido, peor aún: malgastado.
Recuerdo que antiguamente, cuando existían los terratenientes, ellos pugnaban por tener más tierras en su afán egoísta. Muchos  durante la noche corrían las cercas de sus propiedades para extender sus linderos. Nosotros, en el sano sentido de la palabra, estamos urgidos de cada momento correr las cercas de nuestro conocimiento para – no por egoísmo, sino como deber social – ofrecer siempre lo mejor de nosotros en bien común.
Coincido con mis abuelos en el viejo error de ser “aprendiz de todo: maestro de nada”. Estimo mejor ser: “aprendiz de todo: excelente en la información”. Así, como buenos aprendices, corramos la cerca que nos aparta de aquello que nos rodea y no sepamos explicarnos”.

¡Oriéntame, dame un Norte!

¡Oriéntame, dame un Norte!

Con una célebre teoría, el alemán Albert Einstein nos persuadió de que todo es relativo. Por eso cualquier concepto, fenómeno y realidad física o mental requiere de un referente para ser debidamente calificado, y aun así nos quedamos cortos porque esa “calificación” también resulta relativa, ya que parte de nuestros propios condicionamientos. Hace días que me ronda por la mente la duda, y es por eso que intento escribir sobre esto.
Sé muy bien lo lícito que es decir “al Sur del Norte” como “al Norte del Sur”, y otro tanto sucede con los puntos Este y Oeste, calificados también como Oriente y Occidente, Naciente y Poniente. Lo que sí me llama la atención es eso de… “oriéntame”, “dame un Norte”. Caramba, ¿por qué a nadie se le ocurre decir: “occidéntame”, “céntrame”, “dame un Sur”, “dame un Este”, “dame un Oeste”? ¿No se trata acaso, de una discriminación con los demás puntos cardinales, o será que quien escribe ha perdido los sesos? En otro caso pudiera ser cuestión de geopolítica, debido a la consabida preeminencia del Norte sobre el Sur, algo que afortunadamente va arrinconándose en los anaqueles empolvados de la historia. Mario Benedetti expresó poéticamente que “el Sur también existe”, y al eminente uruguayo le sobraron razones. Nadie miraba para acá, hasta que por fin nos pusimos en pie y alzamos la voz a gritos porque merecemos un lugar en la civilización y ese derecho, apelando a Martí, “no se mendiga, ¡se arranca!”.
Dejando de lado las connotaciones geopolíticas, filosóficas y demás, no sé ustedes, pero a mí me parece que esas expresiones “aclichesadas” - ¡anótenme ese neologismo, que no soy de los “corta y pega”! – tienen que ver con dos realidades: los comienzos de la navegación y la expansión del comercio. Pero vayamos por partes, ¡primero a lo primero! ¿estamos de acuerdo?
Lo del Norte, “dame un Norte”, pienso que antes del surgimiento de la navegación ya estaba en uso. Tomemos en cuenta la estrella Polar, que durante las noches sirve como guía a viajeros y navegantes para mantener el rumbo. ¡Y volvemos a Einstein!, pues todo es relativo y esa estrella, vista desde cualquier lugar del mundo en la noche - ¡si no hay nubes! – es la mejor guía práctica de todos los tiempos. Las primeras migraciones, y afirmaría que todos los asentamientos geográficos en los albores de la civilización, se realizaron gracias a  la ubicación de la estrella Polar en un punto ¡¿fijo?! de la bóveda celeste.
¿Y lo de “oriéntame”? En este caso, estimulando las sinapsis de mi sesera, apelo a la imaginación, que no por subjetiva resulta a veces iluminadora. El asunto hay que verlo con una óptica eurocentrista, como hubo de ocurrirle a la gente del Medioevo al Renacimiento. ¿Hacia dónde se dirigía el comercio de la primitiva Europa? ¡Hacia el Oriente! Fue cuando se hizo camino con las llamadas rutas de la seda y de las especias. ¿Hacia dónde irían aquellos mercaderes europeos? Por supuesto, en esa dirección, buscando el Naciente. Incluso Cristóbal Colón en 1492, cuando emprendió viaje, lo hizo con la esperanza de encontrar un nuevo camino a las Indias. El célebre Almirante puso proa al Occidente nada menos que para encontrar el Oriente. De ahí su error cuando denominó "indios" a los aborígenes del Nuevo Mundo,término del todo disparatado.
Antes que Colón, el veneciano Marco Polo (1254 – 1324) recorrió un camino al Oriente a través del actual Uzbekistán hasta el imperio de los mogoles, la India y China. Aquella travesía significó mucho para Europa que, gracias a la sabiduría oriental, incorporó adelantos, usos y costumbres concebidos como propios por nosotros mismos, latinoamericanos que aparecimos siglos más tarde como síntesis etno-cultural de estas tierras.
Cuando Colón llegó al Nuevo Mundo se auxilió de la brújula, de la cual los chinos, en el siglo X, ya tenían su propia versión. No haya duda de que Colón tuvo, de vez en cuando, que buscar “su Norte” para “orientarse” durante la histórica travesía.
Nuestro idioma es tan  pródigo que, probablemente, eso de “orientarse” constituya un préstamo de la usanza de entonces para moverse de un lado a otro guiados por el lugar donde aparece el Sol cada mañana. Pasado el tiempo, “orientarse” significa lo mismo buscar el rumbo geográfico, el afán de conocer a fondo acerca de algo y hasta pedir un buen consejo.
Me resta exhortarles a meditar sobre el tema, pues quizá alguien entre ustedes pueda aportar algo más, lo que me hará sentir satisfecho por haber dado a conocer esta inquietud que estimula mi curiosidad, aunque... para razonar "oriéntense", "no pierdan el norte" y recuerden que todo es relativo. 

¿Dónde y cómo surgió el sombrero?

¿Dónde y cómo surgió el sombrero?

¿Se les ha ocurrido pensar dónde y cómo surgió el sombrero? Por lo trivial del asunto, puede que el origen de esta prenda haya pasado inadvertido para la mayoría de nosotros. Lleno de curiosidad me di a la tarea de leer varios escritos que tratan acerca del sombrero, y recuerdo que en uno de ellos decía que en la antigua Mesopotamia, hace más de dos mil años, la gente se cubría la cabeza con una especie de tocado. Al parecer, ese fue el embrión de lo que más tarde sería el sombrero. Pero creo que el asunto no es tan sencillo y, por eso, he preferido poner a funcionar el maravilloso mecanismo de la imaginación, para responderme yo mismo algunas de las interrogantes.
Llegué a una primera conclusión y es que el sombrero, como objeto que responde a una cultura y a una época, tiene muchos orígenes. Hay algo en común a todos ellos, y es que su surgimiento se relaciona con la actividad humana de cada punto geográfico donde fue apareciendo. Pienso que fue el resultado de un proceso instintivo, a partir del momento mismo en que el hombre primitivo fue abandonando los bosques y las cuevas para enfrentarse a una intemperie hostil, al tiempo que necesaria para su propia supervivencia. Digamos que el instinto de conservación impulsó a los primeros antropoides a ponerse encima de los ojos, una de las que luego serían sus manos, para protegerse del sol o los relámpagos. ¡Esa fue la primera visera! ¡Su propia mano!
La misma mano sobre la cabeza, fue un reflejo ante el peligro de que algún fruto se desprendiera y le cayera encima. Hubo una primera vez que le ocurrió, pero en lo adelante ya tomó sus medidas. Así que por ahí, según mi idea, puede que ande la pista de lo que más tarde llegaría a convertirse en un sombrero.
No es de extrañar que los primeros sombreros se remitan a Mesopotamia y Egipto, para luego aparecer en Europa. La fecunda actividad agrícola entre los ríos Tigris y Éufrates, así como las abonadoras crecidas anuales en el fértil Valle del Nilo, propiciaron el desarrollo de la agricultura. El hombre de entonces tuvo que permanecer horas bajo el sol atendiendo sus cultivos, y necesitaba protegerse del resplandor solar y las lluvias. Por otra parte, las amplias regiones desérticas de África, como el Sahara y Abisinia, obligaban a sus conglomerados humanos a usar una indumentaria que les cubriera cuerpo y cabeza, tanto para protegerse del intenso frío nocturno, como para mantener el equilibrio térmico durante el día, muy caluroso, mediante la conservación del agua transpirada por la piel.
En África meridional, el sombrero no constituyó una necesidad perentoria desde los primeros tiempos. Las grandes regiones de selvas y bosques mantenían un clima húmedo, y la gente de esos parajes era poco afectada por la agresividad del sol. Es cierto que en esas zonas sí llueve mucho, pero esa no debió de haber sido una motivación para que allá surgieran los sombreros. Más bien llegaron allá procedentes de Europa, junto con los colonizadores. Y se impusieron debido a que los extranjeros empezaron a talar grandes áreas boscosas para fundar pueblos y establecer plantaciones destinadas a cultivos diversos.
Otro caso es la región de Tanzania, con sus praderas que se pierden en el horizonte, y donde sí debió de haber aparecido una forma de sombrero que más tarde evolucionó con la presencia de los modelos provenientes de Europa. En algunos casos, el sombrero ha sido cocina móvil. Se arma todo un dispositivo encima de la cabeza donde se va calentando la comida mientras la mujer labora en el campo.
Pero en el viejo continente, parece que fue más complicado. El clima templado obligó a sus antepasados a trabajar duramente la tierra, y a dedicarse al pastoreo. Tales circunstancias exponían a la gente a los azotes de la intemperie; lo mismo al sol, la lluvia o las heladas. Por eso las pieles de animales, sobre todo con mucho pelo, constituyeron la principal materia prima para los sombreros de los europeos primitivos. Algo muy distinto a las zonas tropicales y subtropicales, donde las fibras vegetales han resuelto muy bien el problema, pues sólo hace falta protegerse del sol. Un sombrero de piel de oso en el trópico es algo más que una extravagancia. Bueno, a no ser que se presente un frente frío de anjá.
Al surgir las castas, y luego las clases sociales, el sombrero pasó a ser muchas veces representativo de la dignidad de quienes lo portaban, fueran autoridades civiles, judiciales, militares, religiosas o de la nobleza. Un tipo de sombrero decía por sí mismo la clase social y la posición económica del personaje sobre cuya cabeza descansaba. ¿Acaso las coronas de los reyes no pudieran considerarse una variedad de sombrero, de la más alta distinción?
No sé qué piensan ustedes, pero considero que el sombrero surgió en muchas partes, bien distantes entre sí, de acuerdo a sus características propias. Formas y materiales, condicionados por el paisaje geográfico, el clima y las actividades económicas. Con el paso del tiempo y la aparición de los intercambios comerciales y las transmigraciones, surgieron las simbiosis de dichas prendas.
Hoy existen miles de clases de sombreros, desde los clásicos de fieltro hasta los que se tejen en la América Central y del Sur con fibras vegetales de los más variados tipos y bellas texturas, incluyendo nuestros típico sombrero cubano tejido de yarey o guano.
En años recientes han aparecido sombreros muy pintorescos que usan nuestras muchachas en las playas; unos, tejidos con las pencas de los cocoteros, y otros hechos con hojas de uvas caletas.
¿Qué opinan ustedes de cuanto acabo de comentarles? Les reitero que no he escrito una historia, sino esto sería como decir en voz alta lo que ha llegado a mi imaginación. ¿Acaso no puede ser verdad? Si en definitiva, los seres humanos nos distinguimos por imaginar antes lo que luego realizamos, pudiera ser posible que también seamos capaces de imaginar lo que realizaron nuestros antepasados más lejanos.
Les invito a practicar el ejercicio de la imaginación. A lo mejor descubren algo nuevo sobre el sombrero, o acerca de cualquier otro acontecimiento humano. Puede que un cierto toque de aparente fantasía, descubra lo que infructuosamente no han logrado encontrar el testimonio y la evidencia.

Escribir es una forma de locura

Escribir es una forma de locura

¿Neurosis obsesiva-compulsiva? ¿Paranoia? ¿Descarga emocional? ¿Impulso onírico? Perdónenme, no sé cómo definir esa estampida  que me lanza de un tirón ante el teclado para dejar mi cerebro casi vació, como cuando se agarra a una persona por los talones sacudiéndola cabeza abajo, hasta que caen al suelo los últimos centavos que le quedan en los bolsillos.
No dudo en creer que el acto de escribir cubra una necesidad interior y cuando la idea ya está en sazón empieza uno a sentir cómo el oleaje lo empuja.  Así es, y que nadie piense que la prosa es sólo inspiración – existe algo  de ella, pero en la más ínfima proporción - porque ante todo hay que motivarse con una realidad vivencial, y es que ese impulso prístino exige meditar, reflexionar, ¡mucho de vida!, - se trata de nervios, sangre y músculos  contraídos - una que otra consulta y otra más, horas de mente en blanco cuando parece que todo lo sentido un momento antes fue como atrapar el viento,  pues al ir voluntariosamente a escribir no sale nada, lo mismo que cuando el conductor  se sienta ante el volante y por falta de combustible el auto no responde. ¡Qué angustia! Eso me recuerda el libro de poemas del boliviano Pedro Shimose: “Quiero escribir, pero me sale espuma”. Cuidado con eso, porque las neuronas están detenidas por la luz roja del intelecto; no las presiones, lo que entonces sale es materia inútil que casi siempre paraliza el quehacer.  
Al fin… ¡escribí! ¡Qué maravilla! Lo leo y me siento todo un titán, pero… al siguiente día… En esto hay que ser sincero con uno mismo: cuando engaveto y vuelvo a leer, la mayoría de las veces me domina la tristeza, al extremo de preguntarme cómo he sido tan iluso de creerme escritor.  Dicen los consagrados que a ellos les pasa lo mismo -¡vaya, eso es un consuelo si de algo sirve! - y puede que sea lo único en que me les parezco, aunque sea como simple caricatura. Leo, releo, recontraleo y empiezo a ver cuánta superfluidad fui capaz de embutirle al texto, ¡y que no se ría si quien lee también escribe!, puede que alguna vez lo haya hecho peor. Nada tan fatuo como creerse la estrella del show en la peliaguda profesión de escribir, ¡o al menos en su intento!   
¡Pobre de quienes con un poco de rimbomba escriben y de la primera vez se consideran merecedores de un Nobel o un Pulitzer! Mejor es ponerse por jornadas a “pulir” lo escrito, no sea que nuestros amados papeles paren al basurero tras un indeseable final higiénico y nadie más los recuerde.   
Escribir…, sea como periodista o escritor… ¿dónde radica la diferencia? ¿Existe? ¡No me llamo a engaños! Un buen periodista porta en sus neuronas el ADN de un buen escritor, ¡y al revés! Evito eso de “viceversa”… ¡lo usa tanta gente…! Periodismo y literatura son, ante todo, vida vivida, y ¡qué preciosa redundancia esa!, porque es la vida propia que se “vive” y metaboliza recuerdos renacidos más tarde en la grafía. Un buen periodista de géneros aporta y, si no lo hace, entonces lo que hace ¡poco importa! La trascendencia del género es una auténtica transpiración de lo real a lo interior devuelto poco después, una especie de metamorfosis donde se mezcla la realidad, lo onírico y lo imaginativo. El periodismo en su mejor categoría es aquel dotado de formas expresivas novedosas, únicas, retomadas alguna vez, atrevidas siempre y muy caprichosas. Un periodista literario es, en esencia, un neologista. Si no es así, mejor que levante actas en el rincón del aburrimiento y la autocomplacencia. El periodista literario no debiera ser jamás un cronologista, muy distante de cronista, y de esto pudiera escribir más en otro momento.  El cronologista enumera mientras que el cronista pone en movimiento  vital todo cuanto le circunda, ve y vive.    
No los canso más. Puede que discrepen y eso es bueno; mas... luego de tanto empastelar  ideas repito que para mí escribir será siempre una forma de locura… ¡sublime locura! Y que sobreabunde hasta el hartazgo, pues sin ella no sabría cómo vivir.

Cuantas formas de decir "te quiero"

Cuantas formas de decir "te quiero"

Es una vieja tradición celebrar el Día de los Enamorados. Qué bueno es tener un día para evocar el sentimiento humano que armoniza con el deseo instintivo propio de toda especie. Ciertamente nos identifica el amor como algo más allá del impulso biológico, y va lejos hasta convertirse en el andar juntos, compartir un mismo proyecto, soñar los mismos sueños, reir las mismas alegrías y sufrir a la par las mismas penas para volver juntos otra vez a levantarse y proseguir la misión sustentadora de esa institución afectiva llamada familia.
Hoy se ha extendido la celebración al amor y la amistad, y me parece bien porque el amor mismo de la pareja no es otra cosa que un vínculo íntimo de amistad en una dimensión más profunda. En cuanto a la amistad que manifestamos hacia otras personas, eso en el mejor sentido entraña un sentimiento de amor y cariño, de empatía porque en nuestras relaciones interpersonales sabemos ponernos en lugar del otro o de la otra para ser lo más justos posible cuando valoramos sus actitudes y conducta. Aunque es así, hoy hago alusión al concepto de amor en la pareja porque es la piedra angular para la perpetuación de la especie. Si no existiera esa forma primaria de amar, entonces el mismo amor sería inexistente, abstracto, utópico.
El amor en su sentido biológico ha existido siempre, desde el primer protozoario que apareció en este planeta, sin conciencia de sí, pero queriéndose en su instinto de conservación.
Tal vez algunos piensen que estoy filosofando, casi especulando en lo que pudo haber sido prehistóricamente el amor, pero… prefiero comentarlo así antes de perderme en las manidas y cursileras descargas que a fuerza de diletancia edulcoran renglones, embobecen las almas ávidas de simplonería – muchas veces necesaria para el acomodo fisiológico y emocional – aunque, al fin y al cabo no pasan de eso. ¿Para qué regalos costosos un solo día del año si los restantes muchas parejas olvidan besarse antes de dormir o pronunciarse un leve mimo al despertar o durante el resto de la jornada? El amor no es una práctica, ni una técnica, ni el escape pasional momentáneo; el amor es la constante autoreafirmación humana expresada en la mutualidad signada por la ternura.
Cuánta razón tuvo Martí para definirlo como “delicadeza, esperanza fina, merecimiento y respeto”… condiciones para ser cumplidas por los dos en plenitud y que tienen como principal divisa la mutua y total pertenencia que definimos como fidelidad.
Antes de ponerme a escribir revisaba varias postales de familia, casi todas de los años veintes del siglo pasado. Entre ellas leí una dedicada al dorso por mi abuelo paterno a mi abuela, ya casados entonces, un Día de los Enamorados. Dice así: “¿Ves esta cosa preciosa que presenta esta postal? Es más bella y más hermosa tu imagen angelical”. Aquel amor de antaño expresado en esa dedicatoria hizo posible que hoy escribiera este comentario. Ellos ya no están, pero su amor permanece en la continuidad de cuanto su unión creó y multiplicó. Y ojalá que cuantos somos y existimos seamos fruto del amor.
El amor prevalece y vale que tenga su día para festejarlo, no como recordatorio de veinticuatro horas en todo un año, sino para alegrarnos de sentirlo y practicarlo cada día de nuestra vida.