Vieja locomotora de vapor
De chamaco los trenes me apasionaban. ¿A qué muchacho de otrora no? Como soñar no cuesta nada – al menos eso, ¡qué suerte! – en mi párvula imaginación afloraba el deseo de tener algún día un tren y meterme en la locomotora, hacerla funcionar y ver cómo poco a poco, lenta y aplastante se desplazaba por encima de los rieles arrastrando consigo una cordillera rodante de hierros y tablas convertidos en vagones. ¡Qué maravilla!
Cada vez que mi viejo tenía una oportunidad me llevaba a la Estación, al doblar de la casa, como se le llamaba de los años 50s para atrás a las terminales de ferrocarriles; al menos se le llamaba así a la de Cienfuegos, todavía ubicada hoy en la calle Gloria entre Santa Cruz y Santa Elena, y precedida por el pintoresco y pequeñísimo parque que porta al centro un busto de fray Bartolomé de las Casas. Allí, en la Estación, iba con mi maquinita y mi padre me impulsaba para lanzarme hacia el terreno a través de una pequeña rampa de concreto que pone fin al andén.
La vieja Estación era el sitio idílico para ir a bailar trompos, jugar a la pelota, empinar catanas (papalotes) y corretear. Allí viví miles de momentos infantiles que para mi fortuna se me pegaron a la memoria como una película que no pierde colores.
De todos los encantos de la Estación, lo más apasionante para mí eran las locomotoras. Aquel ruido sordo de las viejas máquinas de vapor, alimentadas por carbón de piedra, el olor de la combustión natural y su marcha acompasada me resultaba atractivo, más que las otras petroleras y eléctricas que empezaron a aparecer, fruto de los cambios necesarios y lógicos impuestos por la modernidad.
¡Caramba, qué ganas de pasear en aquel tren! Llegaba a las diez de la noche procedente de La Habana, y mis amiguitos del barrio y yo salíamos corriendo a oír su pito de gigante de siete leguas. Después salía a dar el corte, cuando dejaba los carros, le cambiaban el chucho y retrocedía hasta Pueblo Griffo para hacer un giro “mágico” para mí que la pondría luego proa a La Habana, lista para su partida al otro día temprano en la mañana.
El papá de Andresito, uno de mis vecinos coetáneos, se había jubilado de los ferrocarriles, lo mismo que un señor que vivía enfrente de nosotros y, conocedor de mi pasión por los trenes, me obsequiaba un ejemplas de la revista “Ferrovías” cada vez que se publicaba.
Un día Andresito y yo le dijimos a su papá que nos gustaría montarnos en una de aquellas locomotoras, y él no dijo nada hasta que, de pronto, dobló desde la calle Gloria hacia Santa Elena un hombrón viejo, mulato “frijol colorado” vestido de traje ferroviario con su sombrero, todo de azul claro y una voz que para mí se la había robado al pito de la locomotora. Para colmo, llevaba un andar lento y encorvado, caminando como un elefante, y por si me pareciera poco cuando la mamá de Andresito lo saludó le dijo a su esposo: - “Mira, fulano, por ahí viene Canelón” –
¿Canelón? – me decía a mis adentros. – Los fósforos, si parece un ogro. – A decir verdad, no sé si la locomotora era parte suya o él parte de la locomotora; lo cierto es que parecían haber nacido el uno para la otra.
Me mandé a correr y Andresito iba conmigo como si hubiésemos visto al mismísimo diablo. Aquel señor, todo un buenazo, se reía de nuestro miedo, pero seguía avanzando. Por mi madre, que ya me parecía que la locomotora se había “humanizado” transformándose en aquel hombre y, salida de la línea, venía a secuestrarme. ¡Qué susto, cará’?
Entre una cosa y otra, nosotros escondidos, el papá de Andresito le comentó que queríamos montar el tren.
-¡Pues mira, aprovecha ahora que en diez minutos le van a dar el corte y dales el paseo a los muchachos!
Como si no nos hubiese visto, el maquinista Canelón siguió con su paso lento hasta que se alejó de nosotros. Mis padres le dieron el permiso al papá de Andresito para que fuera con ellos a dar el corte, y así lo hicimos. ¡Vaya, pero qué mentecato era yo! Cierto que solamente contaba seis años, pero hoy pocos muchachos se portan así.
Nada más arrancar la locomotora – íbamos en un vagón de viajeros – empecé con una perreta a extrañar a mis padres que, al parecer, pensaba que jamás volvería a verlos. ¿En tren hasta Pueblo Griffo? ¡Aquello era como embarcarse para China! Tanto rabieteo que hubo que parar la máquina y bajarnos en el cruce de Santa Elena y Holguín para virar a pie cinco cuadras.
-Chico, ¿tú no querías montar en tren? – me increpaba mi papá, mientras mi madre, siempre suavizando la situación, dejaba que me acurrucara entre sus brazos.
Ahora al cabo del tiempo no queda más que reírse de aquello y, cierto, caer en la cuenta del buen paseíto que me perdí.
Lo que sí mantengo en mi mente con orgullo es mi párvula pasión por las locomotoras de vapor. Nadie habrá de negar que cautivan.
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