Cubanísimo laúd
Hace varios días entré a la fonoteca y me senté en la salita de escucha. Fui al apartado de los instrumentales y tomé una cinta con piezas ejecutadas por las guitarras de Miguel Ojeda (Cárdenas, 1921 – La Habana, 2010), reconocido guitarrista y laudista que marcó una impronta en nuestra música campesina. La breve escucha me fue estimulante al tiempo de ponerme a pensar. El sonido del laúd, con ese claro “gemido” oriental – del Lejano Oriente –aplicado a la idiosincrasia del arte y temperamento cubanos, es una de las sonoridades que – con el tres – identifican “lo cubano”. Habría que preguntarse el cómo y porqué de ese fenómeno, de esa feliz adopción que ha hecho del laúd “plato fuerte” en nuestro pentagrama. Cierto que las agrupaciones cubanas de música campesina no pueden prescindir del laúd, instrumento de cuerdas pulsadas, provisto de una gran caja de resonancia. Por supuesto, el laúd tiene una historia muy lejana…
En Europa llegó a convertirse en uno de los más importantes instrumentos musicales durante trescientos años a partir del siglo XV. En el XVI, con la llegada del movimiento barroco, experimentó sus primeros cambios al añadírsele las cuerdas que emiten sonidos graves. Fue cuando empezaron las innovaciones occidentales. También cambió de tamaño; empezaron a fabricarse laúdes de mayores dimensiones con cuerdas más largas; así le nacieron variantes conocidas como la tiorba, el chitarrone y el archilaúd.
Los laúdes típicos del siglo XVIII son de clavijero doblado y mástil ancho, sobre el que hay de cinco a siete cuerdas metálicas con seis cuerdas dobles. La fuerza de la costumbre hace considerar este instrumento como de origen europeo y por extensión ibérico, aunque lo cierto es que el laúd data de un pasado remoto.
Algunas evidencias remiten su origen a Mesopotamia, región importante en el desarrollo de la civilización, cuyo centro descansó en ambas orillas de los ríos Tigris y Éufrates. Así que la génesis del laúd pudiera yacer en el siglo III anterior a nuestra era.
Las migraciones desde Mesopotamia llevaron consigo costumbres, hábitos e instrumentos para ejecutar la música. Por eso tuvieron en cuenta andar con el laúd a cuestas, y así llegó a Egipto para desde allá extenderse por todo el Medio Oriente. Los árabes llegaron a estimarlo como el más perfecto de todos los instrumentos musicales entonces conocidos. Su finalidad era servir de acompañamiento a las narraciones que contaban hazañas de guerra. Durante la Edad Media los europeos le tomaron mucha estimación, y fue por aquellos tiempos cuando llegaron los primeros modelos a tierras de América. Pasado un tiempo, la moda del laúd pasó hasta quedar casi olvidado, pero en el siglo XX volvió a interesar a muchos, al extremo de ser retomado para el acompañamiento musical.
Sorprenden los diversos destinos geográficos recorridos por el laúd. En cada lugar adoptó características propias. Por eso hoy puede hablarse de parientes del laúd como el pipa, de China, o el biwa, oriundo de Japón. Dos mil años antes de nuestra era ya había laúdes con cajas de resonancia no muy grandes y mástiles largos; uno de sus modelos era tocado en la Antigua Grecia, el bouzouki, y otro en Japón, conocido éste como samisen. Variantes europeas son la cobza rumana, la mandolina y la mandola medieval.
Los laúdes de mástil corto aparecieron en el Cercano Oriente a partir del año setecientos antes de nuestra era. Evidentemente, el laúd llegó a la Europa medieval desde la cultura árabe, y era entonces un instrumento de púas con cuatro pares de cuerdas. Llegó a la España ocupada por los moros y más tarde a América tras la conquista; es obvio que la cultura traída a nuestras tierras por los españoles trajo la huella del mestizaje.
En cuanto al nombre del laúd, su antecedente es el “ud” - también “ood” - expresión de origen balcánico, y es en la actualidad un instrumento desprovisto de trastes, con dos a siete cuerdas dobles, y pulsado mediante un plectro. Al parecer, la castellanización dio lugar al nombre por el cual lo conocemos hoy.
Pero lo que hace del laúd un instrumento esencialmente cubano – aunque por adopción – es su capacidad adaptativa a las sonoridades cubanas, caso no raro cuando España, país colonizador y componente de nuestra cultura, manifiesta un aire morisco en buena parte de su música; aunque eso no es todo. Si me referí al principio al maestro Miguel Ojeda, hoy debo mencionar a Barbarito Torres (Bárbaro Alberto Torres Delgado, Matanzas, 1956) llamado por muchos el Jimmy Hendrix del laúd cubano.
Barbarito es un virtuoso del laúd; gracias a su talento y capacidad interpretativa, el laúd desbordó su esencialidad campesina para amoldarse a otros géneros igualmente cubanos. Sones, guarachas y boleros, lo mismo que música clásica, tradicional, jazz latino y bossa nova, toman una nueva dimensión sonora con el laúd y sus ejecuciones magistrales cubanas y universales.
La capacidad de readaptarse y armonizar con otros instrumentos y ritmos, reafirman al laúd como elemento consustancial de la música cubana tradicional y contemporánea.
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