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Cuba Latino

Cienfuegos de mis amores

La Patria, ese amor infinito

La Patria, ese amor infinito

Cuando se está geográficamente lejos de la tierra natal se aquilata en mayor dimensión el valor de lo propio y cuánto se ama aquello a lo cual pertenecemos. Nos dice la historia que para los cubanos de la etapa colonial el peor castigo a recibir era el destierro, algo equivalente  o peor que la pena de muerte. Todos los que alguna vez nos hemos ausentado temporalmente del archipiélago entrañable, conocemos cuánto nos une a la Patria, cuánto de ternura y de dulce lazo ata y atrae. 

Duele imaginar la decisión de personas que por diversos motivos, a través de los siglos, optaron por la emigración.

En estos días tan significativos para la historia cubana, como lo será el aniversario 58 del levantamiento popular de marinos y civiles el 5 de septiembre de 1957, no puedo evitar escribir lo que llega a mi mente máxime por ser una fecha que me toca de cerca en lo patriótico, en lo de cienfueguero y lo afectivo.

Estar una temporada lejos aunque en tierra como México, cercanamente afectiva y rodeado de amistades, no evita en lo más mínimo experimentar la añoranza de lo propio: Familia, vecinos, amistades, compañeros y compañeras de trabajo y esos paisajes incomparablemente hermosos de la arquitectura de la Perla del Sur que tan armoniosamente se combinan con la indescriptible belleza de nuestra bahía y toda la naturaleza que le rodea. Ese amplio Prado que corre de sur a norte invitando a quienes lo andan al disfrute y el sosiego.

Hace varias semanas, moviéndome en medio de las redes sociales, pude contactar con alguien conocido que partió de Cuba hace más de treinta años; uno del terruño quien, a diferencia de la mayoría de cienfuegueros y cienfuegueras que desde las coordenadas del espacio y el tiempo siguen amando a Cuba, me manifestó desinterés por regresar un día – ni siquiera de visita – a la tierra que le vio nacer.

Su partida fue decisión propia, cuestión que respeto; soy de quienes reconocen que cada uno es dueño de asumir actitudes responsablemente, y no se tiene derecho a juzgar. Pero – lo confieso – me caló en lo profundo el dolor de pensar cómo un ser humano sea capaz de llegar al extremo de negar sus raíces. No sentí desprecio por su modo de expresarse; más bien experimenté pena y lástima porque la Patria es un valor supremo que rebasa cualquier modo de concebir la vida, pensar y sentir. Su negación equivale a blasfemar de sus antepasados; incluso de los desconocidos que un día lejano llegaron provenientes de Europa, África, el Medio o Lejano Oriente y formaron la familia de la cual cada uno de nosotros es parte.

Tal vez por cierta dosis de orgullo no lo admita, pero quizás en el encuentro consigo mismo, cuando nadie le oye ni le ve, no pueda evitar una lágrima sincera que bañe sus recuerdos.

Qué bueno, en cambio – siento, pienso y escribo – que sean pocos los que se desentienden de su pasado, ¡que sigue siendo un presente!, y que muchos dentro y fuera de Cuba seguimos amando la tierra que nos vio nacer.

¡Cuánta alegría ver tantos compatriotas nuestros que regresan al suelo patrio y se abrazan con los de dentro! Familias, amigos, antiguos vecinos, las casitas donde nacieron y crecieron; las mismas donde formaron un hogar y que continúan siendo algo trascendental en sus vidas. Nada tan hermoso como el abrazo sincero que simboliza nuestra cubanía.

Próximos al aniversario 58 del Levantamiento Popular del 5 de septiembre de 1957, no puedo menos que levantar mi frente agradecido de aquellos patriotas, en su mayoría jóvenes, que no cejaron en el empeño del bien nacional y entregaron sus vidas.

Este año los recordaré en la misma tierra donde Fidel, Raúl y un grupo de jóvenes aguerridos prepararon la expedición del Granma para culminar la Guerra de Liberación contra la tiranía de Batista y por nuestra definitiva Independencia.

Me regocijo en la alegría de volver en pocos meses a mi Patria y a mi Cienfuegos natal; por seguir disfrutando el amor de mi familia y “con todas esas cosas pequeñas, silenciosas” – apelando a la inspiración de Pablo Milanés con las que yo me quedo –, resumidas en una realidad tangible y querida.

Mientras tanto, desde aquí estaré junto a todos y antes de concluir el año emprenderé el regreso a la Patria, ese amor infinito.

Siete Veinte y ¡va la bola!

Siete Veinte y ¡va la bola!

Según nos hacemos menos jóvenes, empezamos a evocar episodios que en su momento representaron poco para nosotros. La intrascendencia de lo cotidiano es propia de esos años cuando nada – o casi nada – nos importa; al menos en cuanto a las consecuencias que pudieron acarrear. Eso acontece bastante en la adolescencia y juventud; mucho más durante la niñez. Si bien alguna que otra bellaquería nos cuesta un fuerte regaño de papá o mamá, la mirada de “pocos amigos” de ciertas personas mayores, y hasta la risa por considerar al nene “tan simpático”, todo no es más que un viejo recuerdo a veces ruborizante como eso de tan chiquito enamorarse uno de cierta vecina que al paso de los años y volver a verla nos embargue la zozobra de pensar cómo la otrora ninfa se tornó anciana ante la cual volteamos el rostro avergonzados. Situaciones así pueden sucedernos a todos como fruto de la imaginería parvuliana.

Resulta que no he olvidado un episodio – simpático para mí, quizá irritante para otros – y me decido a contarlo. Tal vez quienes lean se animen y me escriban para publicarles el suyo, algo que haría gustoso, si no por convertirme en difusor, al menos para que me sirva de alivio al caer en la cuenta de que “todos hacemos alguna vez un maldad”, a pesar de que tal vez sintamos pena contarla.

Corría en mi Cienfuegos natal que tanto quiero la década de los 50s, y quien escribe tendría entonces, a lo sumo, poco más de cinco años de edad. Cubanos al fin y al cabo, a mis padres les encantaba de cuando en vez jugar la lotería española, aquella de los cartoncitos, en la que la gente había modalidades como “ambos”, “ternos”, “pinta esquina” y cosas por el estilo. El actual cabaret “Costa Sur”, a la entrada del malecón de la Perla del Sur, dando un giro a la derecha por la calle Campomanes y Prado, se llamaba entonces el Pan American. Aquel nombre se debió a que allí la aerolínea norteamericana homónima contaba con un aeropuerto marino. Los hidroaviones de la Pan American procedentes del sur de la Florida – jamás llegué a ver uno de ellos - acuatizaban en ese lugar tan pintoresco. Allí había un bar, un restaurante y un salón de juegos donde Mario, esposo de una de mis tías, administraba parte del negocio junto a un señor de apellido Rosquete, copropietario del casino.

Cada vez que se daba la ocasión, y algo de dinero, mis padres tomaban la guagua (ómnibus) urbano de la ruta Sanatorio – que hacía un eficiente recorrido por toda la ciudad por cinco centavos – para llegarse hasta el Pan American a jugar lotería. Niño en brazos llegaban, se agenciaban sus cartones y se ponían a jugar ensimismados mientras yo quedaba medio que aburrido, sentadito en uno de los grandes bancos de caoba pintados de color verde limón.

Cierta noche, yo algo majadero por el aburrimiento, pedía granitos de maíz para hacerme la idea de que también participaba en el juego de azar. Una persona de las muchas participantes se acercó a mi obsequiándome unos granitos de maíz que yo muy entusiasmado iba poniendo encima del banco según  cantaban los números. Para aclarar más, en aquella lotería según se cantara un número que estuviera en el cartón del jugador, el participante lo tapaba con un granito de maíz. Quien primero llenara los números de sus cartones daba un manotazo sobre la mesa al tiempo que gritaba: ¡lotería! Acto seguido iba hasta allí el encargado de supervisar, llamado Alguacil, y comprobaba si era cierto que la persona había ganado. De confirmarse, le pagaban su parte; si no era verdad, hasta podía ser expulsada del juego.

En aquel tiempo había un señor llamado Juan que cantaba los números en voz alta según sacaba las bolas numeradas de un recipiente de cuero en forma de botella larga; Juan también cantaba la lotería en el antiguo Casino Español, hoy Museo Provincial de Cienfuegos.

Al comenzar una tanda, Juan decía en voz alta: ¡Siete veinte y va la bola!, aduciendo el precio que cada jugador debía pagar previamente por su participación.El Alguacil de entonces, un señor de bigote claro y muy sonriente a quien todos conocían por el apodo de Pirulí, daba constantes vueltas por la sala. En una de esas, al cierre de una tanda, Pirulí se me acerca y me pregunta: - “Bueno, ¿y qué? ¿Cuándo ganas tú?” – A lo que le respondí: -“Me falta el ocho para ganar”- Nada, la ocurrencia de un niño de poco más de cinco años.

Empezó una nueva tanda; otra vez Juan con: ¡Siete veinte y va la bola! Como a los quince minutos salió el ocho y, sin prisa ni pausa, el niño que era yo entonces metió un tremendo manotazo sobre el banco de madera y  gritó desaforado ¡lotería! Acto seguido se armaron el desasosiego y la curiosidad por conocer al afortunado, ya que personas que casi tenían sus tableros casi completados a punto de ganar, habían removido sus granitos de maíz.

Al percatarse de quién había sido el triunfador, el salón se vino abajo en risas, mientras que yo le exigía a Pirulí que me pagara; por supuesto que no demoró el regaño de mis padres, ni sus excusas a los presentes por la ocurrencia del niño.

Al correr por la ciudad el hecho, hasta cuando me subía en la guagua los chóferes me decían riendo: “el ocho, Juan, el ocho”. Y yo les miraba enojado porque Pirulí todavía no me pagaba.

No tardaron en tomaron medidas para impedir el acceso de menores al Pan American, especialmente a la sala de juegos; pusieron policías a cuidar aquello que metían miedo, no podía entrar ningún niño o niña, incluso con sus padres... ¡excepto yo! Al parecer, pienso yo, un modo de retribuirme la “victoria” en aquel juego de azar. Más bien consentirle la bellaquería a un niño atrevido. Solo que al llegar alguien me tomaba de la mano llevándome al restaurant para darme papitas fritas y Coca Cola.

Imagino que fue así, de cierta manera, que pagaron con golosinas mi travesura.Duró mucho tiempo aquello de: “el ocho, Juan, el ocho”, a lo que yo respondía riéndome: - “¡Siete veinte y va la bola!" -

De los más asiduos con aquella broma recuerdo a Miñoso, chófer de la ruta Sanatorio, a León y al Curro Acevedo, expedidor de las guaguas de Caunao en Calzada y Medio. 

Me parece que solamente sobrevivo yo para contarlo, y la moraleja de que no siempre quien la hace la paga.

Julián tendrá siempre 30 años

Julián tendrá siempre 30 años Aquel jueves 5 de septiembre de 1957 aún no despuntaba el Sol cuando Julián, vestido con su uniforme de marinero se disponía a partir para Cayo Loco, en lo que parecía ser otra jornada rutinaria.Se despidió de su esposa y fue a la cuna donde dormía su pequeña hija, próxima a cumplir los tres años, se inclinó hacia ella, besó su frentecita y mucho llamó la atención de su joven pareja que cuando él se disponía a salir regresó y volvió a mirar con ternura a su niña. Luego abrió la puerta de su pequeño apartamento de Punta Cotica, sin imaginar o tal vez presintiendo que no regresaría más.Julián Orestes Chaviano González nació el 28 de enero de 1927 en una casita de Barajagua, zona rural próxima al municipio de Cumanayagua, en la antigua provincia de Las Villas. El más joven de varios hermanos se trasladó poco después a Cienfuegos, lugar donde sus padres decidieron marchar buscando mejores oportunidades económicas. Creció en una vivienda aledaña a la Calzada de Dolores, y tuvo que limpiar zapatos y vender periódicos para sobrevivir, pues la orfandad lo sorprendió muy temprano.Como tantos jóvenes de su época que no encontraban trabajo, decidió incorporarse a la Marina de Guerra varios años antes del fatídico cuartelazo batistiano de 1952. Como su generación entendió lo ilegal y brutal del hecho, pero al igual que muchos compañeros de armas, al menos circunstancialmente, tuvo que permanecer en silencio.El 5 de septiembre de 1957, al salir de su apartamentico y dejar en él a su esposa y su pequeña hija, Julián, con 30 años cumplidos entró en la historia de la Patria para incorporar su nombre a la lista de sus héroes y mártires.Desde entonces solo se supo de él, de un furtivo encuentro en el anochecer de la gesta de marinos y civiles cienfuegueros, cuando mientras patrullaban el capitán de la Cruz Roja Roberto Fortún Fargas y el también miembro de dicho cuerpo Alfonso Sust Valdespino, se oyó desde la cama de un camión una voz que gritó: “Alfonsito, dile a mi hermano Oscar que estoy vivo y que me hicieron prisionero”.El amigo trató de conversar más con Julián, pero la soldadesca batistiana se lo impidió. Horas más tarde, después de la medianoche, el mismo camión con varios revolucionarios prisioneros puso rumbo a la antigua Jefatura de Policía ubicada entonces en el edificio el Ayuntamiento (sede hoy del Poder Popular Provincial), frente al emblemático Parque Martí.Momentos después allí mismo se escuchó un ensordecedor ruido de ametralladoras. Los miembros de la Cruz Roja intentaron penetrar, pero los esbirros del Tercio Táctico de Matanzas se lo impidieron.Julián y varios de sus compañeros revolucionarios miembros del Movimiento 26 de Julio cayeron asesinados alevosamente. El luto se apoderó de casi todos los hogares cienfuegueros porque el dolor por tanta sangre derramada fue más que razón de duelo hasta para quienes no perdieron ningún familiar.El pueblo de Cienfuegos escribió aquel día una página gloriosa; muchos de sus más valerosos hijos entregaron su preciosa sangre para acrecentar el color rojo que rodea la estrella solitaria de nuestra enseña nacional.Los mártires no perdieron sus vidas: la ofrendaron a la Patria. Desde aquel día Julián Orestes Chaviano González tiene para siempre 30 años.

Cienfuegos y sus aborígenes

Cienfuegos y sus aborígenes

LO QUE SUPE POR UN VIEJO LIBRO...
Siempre me he interesado por conocer acerca de las comunidades aborígenes que habitaron la antigua comarca de Jagua, hoy Cienfuegos. Hace poco di una ojeada a un viejo libro de texto, de aquellos pocos que conservo y fueron mis inseparables cuando cursaba la Primaria. El libro de marras hace referencia a otro más antiguo aún que ya debe superar el siglo de publicado y que cuenta acerca del tema que me ocupa. En él se hace referencia a un aborigen que vivía en cayo Yana, ubicado en la desembocadura del río Salado. Dicen que aquel hombre de la comarca de Jagua se nombraba Yana, igual que el cayo donde residía. Yana ofreció testimonios de la vida de sus paisanos, algo a lo que también contribuyó una mujer descendiente de aborígenes, bautizada como Doña Francisca de Mendoza. De ella se cuenta que vivía en la casa de un hacendado español llamado Don Sebastián de Jáuregui, en lo que hoy es la calle D’Clouet entre Argüelles y Santa Clara.
Según lo contado por ambos, las familias aborígenes de la comarca de Jagua eran numerosas; se decía que una mujer llegaba a tener entre 15 y 20 hijos, aunque no todos vivían mucho tiempo debido a las epidemias.
En la primitiva religión adoraban al Sol y a la Luna. El Sol era para ellos el padre del primer hombre, y la Luna, la madre de la primera mujer. Ellos llamaban al Sol Huion, y a la Luna, Maroya. 
El primer hombre en la mitología aborigen se llamó Hamao, y la primera mujer se llamó Guanaroca. De su unión nació Caunao. En torno a eso existe una leyenda.
Muchos de que vivían en la comarca de Jagua se dedicaban a cazar animales, pescar y recolectar frutos y raíces como medios para subsistir. Además hubo comunidades agro-alfareras que incluían en su dieta el  casabe, una especie de pan preparado a partir de la yuca. Además, el cultivo del maíz llegó a ser otra de sus actividades económicas. Los agro-alfareros cocinaban parte de sus alimentos, ellos conocían y aprovechaban el fuego. Usaban conchas de mar para fabricarse instrumentos de trabajo, uno de ellos la gubia, herramienta usada por ellos para talar arbustos y para hacer trabajos en madera. Los aborígenes de Jagua tenían instrumentos para realizar perforaciones en materiales blandos. Y vale decir que en algunos casos fabricaron vasijas  de barro.
En la Cueva de los Indios, antiguo sitio funerario aborigen ubicado en Cumanayagua, fue exhumado un esqueleto enterrado con un arete de madera dura.
INDUMENTARIA Y ALGUNAS COSTUMBRES...
Los varones se ponían algo así como un manto o delantal a nivel de la cintura, hecho de guano. Las mujeres usaban sobre sus pechos unos casquetes hechos con güiras y adornados con piedras, que les servían para evitar las picaduras de mosquitos y jejenes.    
Por lo general eran personas pacíficas. Enterraban a sus muertos en los caneyes, como llamaban a sus cementerios, aunque también en cuevas, como es el caso de la Cueva de los Indios en Cumanayagua que ya mencionamos. Los ponían dentro de una yagua preparada a los efectos, es lo que les servía de sarcófago, y les ponían como ofrendas los frutos de una planta llamada BAGÁ, que crecía cerca de las costas y en los terrenos pantanosos.
Según contaron algunos sobrevivientes indígenas, las mujeres de la comarca de Jagua eran muy hermosas, y los hombres eran fuertes.
Eran gente pacífica, pero luchaban fuerte cuando venían atacantes de otros lugares que querían robarles sus mujeres y acabar con sus cosechas.
Sus creencias religiosas estuvieron basaban en el culto a los espíritus de los muertos y a objetos naturales, por eso se afirma que eran animistas y practicaban la magia.
En su deseo de influir en el curso de acontecimientos naturales como  la lluvia, las buenas cosechas y los huracanes, creían en espíritus que  habitaban todos los elementos de la naturaleza, lo mismo en una planta como piedras, ríos, la tierra y el mar. Por ello se afanaban en mantener contentos a los espíritus para ser favorecidos siempre por ellos y evitar su enojo.
De los antiguos habitantes de la comarca de Jagua se conoce por  los descubrimientos arqueológicos y  estudios antropológicos de sus restos.
LENGUAJE Y ARRIBO DE LOS ARAHUACOS...
Ellos tenían sus dialectos, no conocían la escritura. Su dialecto se basaba en el ARAHUACO,  lengua materna procedente de la América del Sur, muy hablada en la selva amazónica; eso significa que las comunidades venidas acá procedían de aquellos parajes y se fueron adaptando aquí. Su lengua originaria cambió, aunque mantuvo la raíz que permitió deducir su antecedente arahuaco.
Aquellas primeras comunidades de arahuacas arribaron a Cuba, primero, por la zona más oriental de la isla. Desde allí se trasladaron hacia el occidente y un buen día ocuparon la comarca de Jagua donde hoy está la ciudad de Cienfuegos.
Cuando los ARAHUACOS llegaron a Jagua, eso NO quiere decir que esta región estuviese deshabitada. Ya existían familias aborígenes aquí dedicadas a la caza y la recolección. Cierto que las migraciones de origen arahuaco tenían más desarrollo al conocer la agricultura y la cerámica.
La comarca de Jagua había estado habitada por aborígenes desde, al menos, 2000 años antes de Cristo. Aquellas comunidades primitivas se dedicaban a cazar y recolectar para subsistir. Como tenían una organización social muy primitiva, todavía no se congregaban como tribus, sino como familias en comunidad. Las familias de cazadores-recolectores vivían por lo general en cuevas; los agricultores-ceramistas, por contar con más desarrollo construían sus propias viviendas llamadas por ellos bohíos, luego adoptadas por los campesinos cubanos.
La mayor parte de ellos dependían del mar para alimentarse. 
En lugares como la loma de La Parra, en Cumanayagua; en las lomas de Cantabria y en El Convento en Cienfuegos sí hubo comunidades organizadas en tribus; tiempo después se fusionaron con las más atrasadas, proceso casi consumado a la llegada de los conquistadores.

Fray Bartolomé de las Casas: El hombre y la historia.

Fray Bartolomé de las Casas: El hombre y la historia.

La calle Gloria es una vía muy transitada en Cienfuegos. Constituye una de las principales arterias de acceso dentro de la Perla del Sur, y destino obligado para quienes viajan porque en ella se encuentran, una junto a la otra, las terminales de ferrocarriles y de ómnibus. Frente a la Terminal de Trenes hay un parque muy pequeño donde la gente descansa de su andar o, simplemente, aprovechan la brisa que proviene del mar, a dos escasos kilómetros. Se suma lo pintoresco del lugar que, en plena ciudad, tiene árboles cercanos.   
Puede que muchos no hayan pensado en lo que representa ese parque diminuto, fundado en 1946, según reza una tarja que hay allí. En su centro está la efigie de un fraile español oriundo de Sevilla, quien consagró gran parte de su vida a la defensa de los primitivos habitantes de estas tierras de América Latina y el Caribe. Pese a su escasa dimensión, es el Parque Fray Bartolomé de las Casas, erigido como un modesto homenaje a quien llegó a ser uno de los primeros luchadores por los derechos civiles en las tierras de las otrora llamadas Indias Occidentales.
En su amplia biografía se cuenta que embarcó en 1502 con este destino junto a su padre y a un tío a la edad de dieciocho años, cuando todavía no era cura. Lo trajo el ansia de aventura y fortuna y se estableció temporalmente en La Española. Cinco años más tarde regresó a España, a fin de prepararse para el sacerdocio; poco después, en 1512, se unió a los hombres de Diego Velázquez para conquistar la isla de Cuba. En aquella misión vino como capellán.  
Según me contó el arqueólogo cienfueguero Marcos Rodríguez Matamoros, alrededor del año 1514, Las Casas recibió una Encomienda, es decir, una asignación de tierra y de aborígenes en la Loma del Convento, cerca de la desembocadura del río Arimao, en las proximidades de la actual ciudad de Cienfuegos. La Encomienda le había sido entregada por orden de Diego Velázquez, y fue recibida por las Casas y Pedro de Rentería.
Gracias a los hallazgos arqueológicos del grupo de investigadores encabezados por el Lic. Rodríguez Matamoros, a finales de la década de los 80 del siglo veinte, se tiene el testimonio de la presencia en nuestra antigua Comarca de Jagua de uno de los procesos de la transculturación entre aborígenes y españoles en Cuba. En el sitio de la Encomienda se realizaron excavaciones que dan fe de la presencia hispana, así como varios objetos españoles transformados por los aborígenes, denotando su carácter de sincretismo. Los testimonios arqueológicos confirman así los escritos del Padre Las Casas sobre su presencia en Cuba y, particularmente, en la Comarca de Jagua. Otra coincidencia lo es la presencia en la Loma del Convento de objetos de marinería, lo que concuerda con los conocimientos que Las Casas tenía sobre navegación.  
El tiempo y las circunstancias llevaron al fraile dominico a andar por tierras de la América Central y del Sur, hasta que se estableció en México donde llegara a ser Obispo de Chiapas en 1544.  
Desde antes fueron muchas las denuncias ante la corte española que hiciera las Casas para condenar la esclavitud y el maltrato sufrido por los indígenas de América a manos de los conquistadores. La historia recoge Tratados suyos como: “Brevísima Relación de la Destrucción de las Indias”, la “Historia de las Indias” y “Apologética historia sumaria”, todo un Tratado de antropología comparada en el cual puso en claro las virtudes de los habitantes del Nuevo Continente. Sus continuos esfuerzos lograron poner fin, aunque tarde, a la injusta esclavización de los naturales de América; triste fue lo que siguió cuando en sustitución se trajeron los naturales del África del Centro y Austral, quienes fueron sometidos a la más cruel servidumbre y desarraigo conocidos por la historia.
A pesar de tantos esfuerzos, en 1558 los dominicos que trabajaban en la Vera Paz en Guatemala reconocieron la necesidad de aceptar el uso de las armas para someter a los indios lacandones y de Puchutla. Aquella actitud, tan contraria a sus preceptos, fue seguida un año más tarde por los enfrentamientos en Tezuzutlán, algo que hizo fracasar una noble idea a la que tanto se dedicó.
José Martí no dejó de mencionar cuanto hizo Fray Bartolomé de las Casas en defensa de los indios y, como queriendo dejar su impronta en las nuevas generaciones, escribió sobre Las Casas en la revista para niños “La Edad de Oro”. Textualmente escribió el Apóstol en su tercer número: “No se puede ver un lirio sin pensar en el Padre las Casas, porque con la bondad se le fue poniendo de lirio el color, y dicen que era hermoso verlo escribir, con su túnica blanca, sentado en su sillón de tachuelas, peleando con la pluma de ave porque no escribía de prisa”.
Al pasar por el parquecito de la Terminal de Ferrocarriles pienso en tantos siglos transcurridos; en la suerte de que tan relevante figura haya estado parte de su vida en zonas aledañas a la actual ciudad de Cienfuegos, y no queda más que sentir por su obra respeto y admiración.

Vieja locomotora de vapor

Vieja locomotora de vapor

De chamaco los trenes me apasionaban. ¿A qué muchacho de otrora no? Como soñar no cuesta nada – al menos eso, ¡qué suerte! – en mi párvula imaginación afloraba el deseo de tener algún día un tren y meterme en la locomotora, hacerla funcionar y ver cómo poco a poco, lenta y aplastante se desplazaba por encima de los rieles arrastrando consigo una cordillera rodante de hierros y tablas convertidos en vagones. ¡Qué maravilla!
Cada vez que mi viejo tenía una oportunidad me llevaba a la Estación, al doblar de la casa, como se le llamaba de los años 50s para atrás a las terminales de ferrocarriles; al menos se le llamaba así a la de Cienfuegos, todavía ubicada hoy en la calle Gloria entre Santa Cruz y Santa Elena, y precedida por el pintoresco y pequeñísimo parque que porta al centro un busto de fray Bartolomé de las Casas. Allí, en la Estación, iba con mi maquinita y mi padre me impulsaba para lanzarme hacia el terreno a través de una pequeña rampa de concreto que pone fin al andén.
La vieja Estación era el sitio idílico para ir a bailar trompos, jugar a la pelota, empinar catanas (papalotes) y corretear. Allí viví miles de momentos infantiles que para mi fortuna se me pegaron a la memoria como una película que no pierde colores.
De todos los encantos de la Estación, lo más apasionante para mí eran las locomotoras. Aquel ruido sordo de las viejas máquinas de vapor, alimentadas por carbón de piedra, el olor de la combustión natural y su marcha acompasada me resultaba atractivo, más que las otras petroleras y eléctricas que empezaron a aparecer, fruto de los cambios necesarios y lógicos impuestos por la modernidad.
¡Caramba, qué ganas de pasear en aquel tren! Llegaba a las diez de la noche procedente de La Habana, y mis amiguitos del barrio y yo salíamos corriendo a oír su pito de gigante de siete leguas. Después salía a dar el corte, cuando dejaba los carros, le cambiaban el chucho y retrocedía hasta Pueblo Griffo para hacer un giro “mágico” para mí que la pondría luego proa a La Habana, lista para su partida al otro día temprano en la mañana.
El papá de Andresito, uno de mis vecinos coetáneos, se había jubilado de los ferrocarriles, lo mismo que un señor que vivía enfrente de nosotros y, conocedor de mi pasión por los trenes, me obsequiaba un ejemplas de la revista “Ferrovías” cada vez que se publicaba.
Un día Andresito y yo le dijimos a su papá que nos gustaría montarnos en una de aquellas locomotoras, y él no dijo nada hasta que, de pronto, dobló desde la calle Gloria hacia Santa Elena un hombrón viejo, mulato “frijol colorado” vestido de traje ferroviario con su sombrero, todo de azul claro y una voz que para mí se la había robado al pito de la locomotora. Para colmo, llevaba un andar lento y encorvado, caminando como un elefante, y por si me pareciera poco cuando la mamá de Andresito lo saludó le dijo a su esposo: - “Mira, fulano, por ahí viene Canelón” –
¿Canelón? – me decía a mis adentros. – Los fósforos, si parece un ogro. – A decir verdad, no sé si la locomotora era parte suya o él parte de la locomotora; lo cierto es que parecían haber nacido el uno para la otra.
Me mandé a correr y Andresito iba conmigo como si hubiésemos visto al mismísimo diablo. Aquel señor, todo un buenazo, se reía de nuestro miedo, pero seguía avanzando. Por mi madre, que ya me parecía que la locomotora se había “humanizado” transformándose en aquel hombre y, salida de la línea, venía a secuestrarme. ¡Qué susto, cará’?
Entre una cosa y otra, nosotros escondidos, el papá de Andresito le comentó que queríamos montar el tren.
-¡Pues mira, aprovecha ahora que en diez minutos le van a dar el corte y dales el paseo a los muchachos!
Como si no nos hubiese visto, el maquinista Canelón siguió con su paso lento hasta que se alejó de nosotros. Mis padres le dieron el permiso al papá de Andresito para que fuera con ellos a dar el corte, y así lo hicimos. ¡Vaya, pero qué mentecato era yo! Cierto que solamente contaba seis años, pero hoy pocos muchachos se portan así.
Nada más arrancar la locomotora – íbamos en un vagón de viajeros – empecé con una perreta a extrañar a mis padres que, al parecer, pensaba que jamás volvería a verlos. ¿En tren hasta Pueblo Griffo? ¡Aquello era como embarcarse para China! Tanto rabieteo que hubo que parar la máquina y bajarnos en el cruce de Santa Elena y Holguín para virar a pie cinco cuadras.
-Chico, ¿tú no querías montar en tren? – me increpaba mi papá, mientras mi madre, siempre suavizando la situación, dejaba que me acurrucara entre sus brazos.
Ahora al cabo del tiempo no queda más que reírse de aquello y, cierto, caer en la cuenta del buen paseíto que me perdí.
Lo que sí mantengo en mi mente con orgullo es mi párvula pasión por las locomotoras de vapor. Nadie habrá de negar que cautivan.

Cienfuegos, sus calles, historias...

Cienfuegos, sus calles, historias...

Las calles son testigos mudos de la historia, han dicho algunos, y diría yo que tienen un lenguaje necesario de aprender para desentrañar sus mensajes. Las de Cienfuegos, la Perla del Sur de Cuba, no son la excepción. Al tema de las calles como fuentes de información pudiera dedicar otro comentario. Hoy quisiera ceñirme a las calles de mi ciudad.
En Cienfuegos no hay quien se pierda, al menos tratándose de las direcciones dentro de su sector histórico y un poco más allá. La Perla del Sur ha crecido mucho en medio siglo, principalmente por las migraciones procedentes de otras provincias del país, añadidas a la población sureña gracias a los proyectos de ampliación en cuanto a industrias, - porque Cienfuegos es, además de turística, industrial – que llegaron para trabajar y finalmente establecieron aquí su residencia definitiva. El crecimiento de la ciudad trajo como consecuencia la formación de nuevas comunidades urbanas – barrios o repartos – como los de Pueblo Griffo Nuevo, Pastorita y Junco Sur. El primero de todos fue el reparto Pastorita, que debe su nombre a Pastorita Núñez, quien al triunfo de la Revolución presidió el Instituto Nacional de Ahorro y Vivienda. Eran los años en que se rebajaron los pagos por alquileres y, más tarde, la promulgación de la Ley de Reforma Urbana que hace de cada inquilino el propietario de su vivienda.
Escribía hace unos momentos que en Cienfuegos no hay quien se pierda y aclaré que, por lo menos, dentro del perímetro de su casco histórico y algo más allá. No siempre era así. Otrora la siempre hermosa y próspera ciudad contaba con nombres para sus calles, de manera que quienes la visitaban tenían que preguntar a ratos para orientarse en la búsqueda de cualquier domicilio. Así, desde su fundación como Colonia Fernandina de Jagua en 1819, las calles que surgían eran bautizadas con nombres de monarcas, santos y símbolos cristianos, padres fundadores, benefactores, alcaldes y más tarde patriotas, una vez independientes de España. Así existían calles como Bouyón, San Luis, Santa Isabel, Santa Cruz, San Carlos, San Fernando y muchas más. La calle Cuartel, por ejemplo, remite su nombre a la existencia de una vieja instalación colonial que todavía existe – desde comienzos del siglo XX, transformada en escuela – varias veces reformada.
Entre finales de 1959 y la primera mitad de 1960, el Dr. Serafín Ruiz de Zárate, a la sazón Comisionado Municipal - equivalente a lo que hasta diciembre de 1958 era el Alcalde - tuvo la excelente idea de numerar las calles de Cienfuegos. Gracias a esa iniciativa – apoyada por la inmensa mayoría de la población – localizar cualquier calle en Cienfuegos resulta ser el procedimiento más fácil. Digamos que nuestro trazado urbano se divide desde entonces en avenidas y calles. Las calles corren de modo ascendente de poniente a oriente y poseen números impares. Las avenidas crecen numéricamente, con números pares, de sur a norte. En cuanto a los números de viviendas y otros edificios, eso también es de fácil localización. Puede que en avenidas paralelas o calles paralelas se repitan números, así que lo que cuenta es conocer la calle o avenida del inmueble, y las entrecalles. Voy a darles un ejemplo: Digamos que estoy en el bulevar, antigua calle San Fernando, hoy avenida 54. Me ubico en avenida 54 entre calles 35 y 37 (antiguas Gacel y Prado). Miro en dirección al Prado, es decir, al naciente, y me doy cuenta de que dejo a mi espalda la calle 35. ¿Los números de los edificios? Pues a mi derecha tengo la cafetería “Qué Bien”, cuyo número debe ser: 3502 (si su puerta principal da para la avenida 54). Enfrente está la ferretería “La Escuadra”, con el número 3501.
Eso de los números de inmuebles también es fácil. Aumentan de dos en dos. Siempre comienzan con los dos dígitos de la entrecalle de menor numeración. En el caso de las avenidas, para el flanco sur, son las terminaciones pares, y para el flanco norte las impares. Si el inmueble está en una calle, entonces los dos primeros dígitos de cada edificio corresponden a la avenida de menor numeración (entre 60 y 62, todos los números de edificios comienzan con el 60). Los otros dos dígitos tienen terminación par incrementada de sur a norte en el flanco oriental y, claro está, la terminación impar incrementada en la acera occidental. Cada cuadra comienza el conteo de número a partir de 01 y 02, así que no existe continuidad numérica en las calles y avenidas. Cada vez que se comienzan nuevas entrecalles, recomienza la numeración. Así nadie se pierde.
Los cienfuegueros natos, nietos de cienfuegueros de raíz, conocen esta sabia distribución de calles y avenidas, la aprovechan, pero no olvidan los viejos nombres. Tras medio siglo de nueva numeración urbana, la tradición incluso de muchos jóvenes se inclina a favor de los nombres antiguos. Si alguien que dice ser de Cienfuegos no conoce los nombres viejos, entonces… pudo haber nacido aquí, pero es hijo o nieto de cienfuegueros “trasplantados”.
Cincuenta años representan el paso de más de una generación y, así y todo, la gente se mantiene asida a los nombres originales. Sería una lástima que se dejara perder esa tradición, pues los nombres de las calles cuentan historias. La actual Calzada, como todos le llaman, - actual avenida 64 hasta la intersección de Colón – se llamó hace mucho Calzada de Dolores; más tarde se rebautizó como Calzada de Máximo Gómez, luego de que el Generalísimo entrara a Cienfuegos con su caballería a través de ella, único acceso a la ciudad en aquel tiempo.
Me siento satisfecho por la numeración que tienen las calles de mi ciudad, pues sobre todo se me hace fácil orientar a cualquier foráneo que busca alguna dirección, pero considero que sería igualmente sabio y justo que junto a la numeración actual se fijaran indicadores con los viejos nombres. Se evitaría la pérdida del acervo histórico que narran los nombres de nuestras calles y avenidas, al tiempo que se reafirma nuestra identidad cienfueguera y, por extensión, cubana. Y si pareciera poco, salvaríamos para nuestra querida ciudad ese detalle que denota distinción y buen gusto.

Pedro Vargas en Cienfuegos

Pedro Vargas en Cienfuegos

Una noche de mayo en 1939 Lilian, como otras muchachas cienfuegueras, se preparaba para ir acompañada por su mamá al Teatro "Tomás Terry", donde se había anunciado la presentación del intérprete mexicano Pedro Vargas, conocido como el Tenor de las Américas y el Samurai de la Canción, esto último, seguramente, por aquella mirada de intención asiática y cierta caída de su párpado derecho.
Lilian buscó su mejor vestido para la ocasión en un anochecer que, cubanamente primaveral, tras una lluvia de ocasión revelaría un cielo abarrotado de estrellas. En aquellos tiempos Pedro Vargas se dedicaba al canto lírico iniciando sus presentaciones con la Orquesta Típica que dirigía el maestro Miguel Lerdo de Tejada. En 1930 ganó el primer lugar en un concurso de valses, y tres años más tarde emprendió su primera gira fuera de México junto al músico músico poeta Agustín Lara y la intérprete Ana María Fernández.
Cienfuegos se vistió de gala para recibirlo y su debut en la Perla del Sur fue el 10 de mayo de 1939, según se narró en la prensa local de entonces.
Me contó Carlos, hijo de Lilian, que por aquellos días su mamá asistió también al Liceo de Cienfuegos (hoy Biblioteca Provincial "Roberto García Valdés") a una recepción organizada por admiradoras de Pedro Vargas que departieron con el artista y le solicitaron su fotos y  firma de autógrafos.
Con gentileza Carlos  me prestó la postal con la foto que el Tenor de las Américas dedicó a su progenitora cuando ella apenas era una jovencita de diecisiete años. Poco antes de morir, le explicó a su hijo que la postal se la autografió Don Pedro en aquella ocasión. Hoy me sorprende ver que la postal tiene fechado 1938, cuando las crónicas de la época afirman que su debut en Cienfuegos tuvo lugar al año siguiente. Tal vez - me atrevo a imaginar - Lilian lo haya visto en alguna presentación radiofónica anterior en La Habana, cuando le dedicó la foto, y que la memoria le hubiera fallado. Quién sabe si en 1938 estuvo en Cienfuegos, no a cantar y sí a encontrarse con su club de admiradoras; puede que la primera visita del Tenor a Cuba haya sido en 1938 y al año siguiente visitara Cienfuegos, para presentarse en el teatro, aunque considero que ninguna de esas elucubraciones debiera aguarnos los sesos. Lo trascendente es que a fin de cuentas esa gran figura de la música mexicana y latinoamericana se sumó a los tantos prestigiosos visitantes que han visitado nuestra ciudad, entre quienes pudiera mencionar a Enrico Caruso, Jorge Negrete, Chucho Martínez Gil, Joan Manuel Serrat y otros cuyos nombres no recuerdo en este momento.
Pedro Vargas Mata, el formidable intérprete mexicano nació en San Miguel de Allende, Estado de Guanajuato, en 1906 y vino a Cienfuegos recién cumplidos 33 años, para llenar el escenario del Teatro "Tomás Terry" con aquella voz romántica y apacible que recuerdan los más viejos y cautiva a las nuevas generaciones que saben distinguir lo bueno.
El Tenor de las Américas dejó de existir en 1989. La otrora joven Lilian, también murió en el año 2002 y años después, su hijo, a quien agradecí haberme facilitado la postal. En su recuerdo perduró hasta día final el momento de encontrarse con el artista que tanto admiró y haber recibido de su puño y letra una dedicatoria encima de su foto.
Así como pudo ser la alegría de Pedro Vargas al  cantar en Cienfuegos - y la de la otrora jovencita Lilian al conocerlo - emociona evocar su presencia en una ciudad que señorial, elegante y hospitalaria recibe con respeto a cuantos la visitan.